Trabajé en el Hospital Simón Bolívar del Algodonal durante dieciséis años. Tiempo suficiente como para sentirme parte de una gran familia de profesionales que trabajábamos con verdadera vocación de servicio. Admiré profundamente a todos los médicos que conocí por su entrega a los pacientes y por su gran calidad profesional. Puedo afirmar que no conocí, ni vi ningún médico abusando o maltratando a sus pacientes. Al contrario, su disciplina y seriedad causaron en mi asombro desde los primeros días por lo riguroso que siempre se mantuvieron en relación a la evolución, diagnóstico y tratamiento de cada paciente bajo su responsabilidad. La rigurosidad como respetaban las jerarquías de autoridad no se cuestionaba bajo ningún aspecto.
Era un Hospital docente donde se formaban médicos internistas, cardiólogos, intensivistas, neumólogos y quizás cualquier otra especialidad que en este momento se me pasa. Había, entonces, residentes, que conformaban el personal de batalla siempre supervisados y evaluados por sus profesores. Médicos jóvenes egresados de nuestras Universidades con muy buena base y dedicados a sus estudios. Tenían sus horarios y sus tareas estrictamente asignadas, seis pacientes por cada residente de quienes debían dar informe médico todas las mañanas. Los pacientes permanecían acompañados por sus familiares y contaban con médicos a toda hora por cualquier emergencia.
Un Hospital con insumos, equipos y personal competente. Todo se fue acabando, los médicos residentes cada vez fueron menos y los cubanos que llegaron no conocían lo elemental como para poder atender a un paciente hospitalizado. Las revistas médicas se volvieron hostiles porque nada que los médicos especialistas preguntaran estaban en capacidad de contestar. No sabían leer una radiografía de pulmón, ni ninguna otra observación de las historias médicas. No sabían ni escribir y los médicos jefes fueron perdiendo la paciencia, no se podía tolerar tanta ignorancia cuando se trataba de vidas humanas. No se contaba ya con insumos, comida ni equipos para los exámenes pertinentes.
La situación se hizo inaguantable porque prácticamente quedamos solo como testigos del abandono y consecuente muerte de pacientes que en otras circunstancias podrían haber sido recuperados. Poco a poco fueron renunciando y pidiendo la jubilación, después de mucho batallar por un Hospital que fue en su tiempo de referencia internacional. Tenía bellos jardines y una arquitectura de Carlos Guinand Sandoz del año 1939, en un valle donde se plantaron 8.000 árboles de eucaliptos beneficiosos para los pacientes tuberculosos. Tenía capacidad para 300 camas en salas con balcones abiertos y aireados.
Cuando el médico trabaja en condiciones adecuadas y tiene como aliviar el sufrimiento del paciente se dedica con esfuerzo, interés y profesionalismo. La situación cambia cuando el medio se vuelve adverso y se reduce el esfuerzo terapéutico a una desesperante impotencia. Acabaron con la red de salud pública, acabaron con nuestros hospitales, obligaron a los médicos a emigrar. Los pocos que quedan tienen muy reducida su conducta profesional y ética.
Escribo estas líneas para agradecer a tantos médicos de los cuales mucho aprendí y admiré en momentos que se desató una agresión muy injusta contra nuestros galenos.
Me duele el estado en que se encuentra El Algodonal del cual me sentí parte. Me duele cuando un médico del medio público es agredido injustamente, me duele como se les maltrata con sueldos miserables y sin posibilidades de atender como quisieran a los pacientes. Me duelen las injusticias a las que somos sometidos diariamente. Me duele mi país.
Así es, yo también fui testigo de lo que describe Marina y me uno a su sentimiento ante el abandono del hospital y de sus excelentes profesionales
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