Una película (2013) de Giuseppe Tornatore, magistralmente actuada por Geoffrey Rush, actor que ya habíamos visto en otra actuación inolvidable “El discurso del rey”, nos ofrece una impactante visión de lo que podríamos denominar la ilusión de nuestro tiempo, el tener las herramientas para controlar nuestras vidas casi hasta llegar a la perfección. Esta posibilidad que nos da el cine de poder meditar sobre algunos mitos centrales que rigen nuestro caminar actual sin tener conciencia de ellos, posee una fuerza enorme que pocas veces nos detenemos a valorar. El cine como ninguna otra vía de intercambio cultural es invalorable, al tener a la imagen como herramienta de expresión puede tocar, no solo al intelecto, sino a la emoción y provocar en el espectador sonoras carcajadas o llantos incontrolables. Ante una buena película quedamos sobrecogidos en la oscuridad de una sala y casi como en un acto mágico podemos perder la distancia entre nosotros y los personajes que representan una historia profundamente humana y azarosa como es la vida.
Virgil Oldman es un hombre que se dedica a la tasación de obras de arte y como conductor de subastas mantiene una sutil complicidad con su socio, Donal Sutherland, para estafar a los dueños de las obras y a los participantes de esta vertiginosa sucesión de ofertas para la que hay que poseer una destreza controladora casi perfecta. Al mismo tiempo vive una vida solitaria porque en palabras de él “el aprecio que le tengo a las mujeres es igual al miedo que les tengo y a mi incapacidad de entenderlas” Usa guantes constantemente y además se sirve de un pañuelo para agarrar cualquier objeto del que tenga necesidad, como teléfonos. No quiere aceptar el paso del tiempo y el deterioro físico que inevitablemente este trae consigo. Su virginidad y su condición de un hombre mayor que invierte todas sus energías psíquicas en controlar lo incontrolable, el deseo y la ley biológica, quedan tatuados como los síntomas que revelan su tragedia y que anuncia en su propio nombre. Por supuesto todo este andamiaje, finamente construido, se viene a pique, curiosamente o apropiadamente, por la intervención de una mujer.
La película está llena de simbología de control, herrajes de maquinarias exactas, estatuas de cuerpos perfectos, robots con las respuestas inequívocas de cálculos matemáticos y el contraste lastimoso de un hombre mayor que sucumbe al deseo de poseer un cuerpo perfecto de una mujer joven. Todas las marcas de un mundo que se hunde en la locura de creer que se puede evitar la muerte, la enfermedad y de evadir la condición de la vida que es fundamentalmente azarosa. La Ciencia y la Tecnología, que no podemos negar, trajo al ser humano comodidad y control en algunos aspectos, pero también creó la falsa ilusión de seguir avanzando por este camino y olvidar en el inconsciente lo doloroso, lo incalculable, lo imprevisible, lo enigmático y nuestra condición inevitable de no poder alcanzar nunca ese oscuro objeto del deseo.
Hay que buscarla.
Marguareando se despide hasta setiembre. Gracias a todos.