Me asombra el miedo que siento pero aún más el que no siento.
Conocí a Jesús Enrique Barrios a principio de los años 90 en casa de Alberto Castillo Vicci en Barquisimeto. Estaba invitada por la Universidad Centroccidental Lisandro Alvarado para dictar unas conferencias. En esa reunión de gente excepcional por la calidad de la conversación, por lo exquisito de las bebidas cuando son compartidas en un ambiente cálido entre amigos, me sentí de inmediato como en casa. Rara sensación que no suelo tener de entrada como experimenté en aquella ocasión. Los sentí de inmediato mis amigos a quien lamento no haber frecuentado como hubiese querido por la distancia, vivo en Caracas. Entre ellos se distinguía un hombre de pequeña estatura, delgado, con un movimiento constante que revelaba entusiasmo y plenitud de vida. Sus expresiones amables, su mirada brillante y pícara hablaban de su alegría desbordada por estar entre personas a quienes quería y admiraba. Jesús Enrique no podía pasar desapercibido en un ambiente de personas cultas con un exquisito nivel de comunicación. Me sentí privilegiada y no pude dejar de observarlo tratando de imaginar sus poéticos pensamientos.
Si, Jesús Enrique fue un poeta en toda la dimensión que esta palabra pueda tener. Ese privilegio de amar la vida antes que nada por la plena conciencia de su finitud, de no desatender ningún sentimiento a los que dedicaba un contacto íntimo reverencial con una especial y fina escucha. Si uno guardaba silencio y se ponía cerca de él podía sentir como una energía desenfadada se desbordaba en un recinto de recogimiento. Jesús Enrique invitaba en su silencio a sus infiernos y a su amistad. En su mirada también se podía sentir su dolor. El dolor que le causaba ver poco a poco languidecer su Universidad que tanto amó y a la que dedicó largos años de trabajo intenso con profesores amigos de la más alta calidad profesional. Entregaron estos insignes hombres a la Universidad sus mejores años e ingenio creativo al servicio del conocimiento. Hombres excelentes como teníamos a plenitud en nuestras Universidades y que poco a poco fueron acabando a fuerza de maltrato, hambre y miseria. Duele que ya no se encuentre para iluminar de bondad tanta aridez pero al mismo tiempo sabemos que su sufrimiento sería inmenso en estos tiempos.
Entre los innumerables aportes de gran valor cultural debo mencionar mi querida revista Cultural “Principia” de la Universidad Centroccidental Lisandro Alvarado que se mantuvo activa hasta hace poco por ese empeño y trabajo sin descanso de Alberto Castillo Vicci. Sus miembros fundadores fueron Jesús Enrique Barrios, Alberto Castillo Vicci, Florencio Sánchez Páez y Orlando Pichardo. Revista en la que colaboré hasta que nos fue posible mantenerla en pie y la que deseo se reactive cuando hayamos extinguido toda plaga. Mientras tanto la cultura y las Universidades se encuentran fuertemente afectadas por las botas opresoras que nos arrebatan el alma.
En una oportunidad y atendiendo a otra invitación de la Universidad me hospedé en su casa por dos días. Estar en una casa ajena sobrecoge porque es una invitación generosa a compartir una intimidad con la familia. Aprecié la armonía que se sentía, el respeto y la autonomía que se respiraba por cada uno de sus rincones. Largas conversaciones tuve con mi querido amigo quien nunca me dejó de sorprender con ese humor de respuestas inesperada. Hablando de la lectura veloz que en ese momento estaba de moda, Jesús Enrique me hace una confesión después de una promesa obligada de no de decirle nada a nadie “ando buscando un curso de lectura lenta”. En las tardes nos dirigíamos a la Escuela de Psicología a intercambiar ideas con los estudiantes. Charlas y Cine Fórum que coordinaba Cecilia Garmendia, esposa de Jesús Enrique y Directora de la Escuela. Me sorprendió la gran afluencia de estudiantes con sus miradas interrogativas, su escucha respetuosa y sus inteligentes preguntas. En más de un aprieto me vi y no fueron pocas las inquietudes y preguntas que despertaron en mí. Muchachos deseosos de conocimientos que seguro ya son grandes profesionales y se encuentran prestando su saber en otras tierras.
En las tardes, después del deber cumplido, venia lo más interesante de mi corta visita, unos wiskis con los entrañables amigos. El último día un conjunto de música amenizó tan agradable tertulia. Cantamos todos con entusiasmo “Y nos dieron las 10” de Joaquín Sabina. Ya lo dijo el poeta “Revuélvete en la alegría de vivir para que no detengas lo que sientes” Así es, en ese hogar no se disimula la alegría y el dolor, y digo “es” porque a Cecilia la imagino conservando el mismo clima en su bella casa y Jesús Enrique bendiciéndolos. El afecto que derramó no se extinguirá mientras quedemos los que tan intensamente recordamos su invalorable presencia. Te bendigo Jesús Enrique por tu confianza y generosidad, te bendigo porque sin saberlo me inculcaste valor y seguridad, te bendigo por haber reído y pensado contigo. Muchas cosas tengo para agradecerle a la vida pero una muy apreciada es haber conocido a tan lindas personas en la tierra de los poetas, Barquisimeto.
Merecido tributo a la mémoria del poeta, a quien tambien tuve oportunidad de frecuentar. Hablar con el poeta, fue privilegio para quienes le conocieron y para los que apreciamos su basta obra literaria. El poeta trasuntaba paz, armonia y erudición. Para todos, tenia una palabra, un estimulo, un aliento.
ResponderEliminarEl dia que se nos fue, Urica y Barquisimeto ( tambien Venezuela, anduvo todo el pais) perdieron un conspicuo hijo, la primera su ciudad natal, la u1ltima, adoptiva: donde formó familia y vinculos imperecederos.