viernes, 23 de julio de 2021

Atrapada quizas

David Cowden


Fui a inscribirme en un gimnasio, con la convicción de que estos centros son para hacer ejercicios. Así fue durante mucho tiempo uno iba se inscribía y se hacia una rutina. Primero con clases dirigidas por un instructor, después una rutina de maquinas y ejercicios individuales que ya te habían enseñado el primer día. Era lo que quería después de haber estado sedentaria por largo tiempo, la pandemia me obligó. Invite a algunas amigas y hermanas y allí nos dirigimos. Desde que llegamos algo me pareció raro en el ambiente que no me gustó, pero como me reconozco muy aprehensiva y algo paranoica últimamente no le presté atención. Ninguna de las personas que estaban conmigo hizo ninguna señal de extrañamiento así que seguí para adelante.

Un sitio demasiado grande con muchas puertas y pasillos, un verdadero laberinto. Muy vacío, no había casi nadie sino una que otra persona como con desgana en algunas máquinas. Un ambiente muy oscuro y faltaba ese cálido clima de energía colores, bulla de voces y risas. Fijándome un poco más detenidamente pude observar que todos los presentes vestían licras y franelas idénticas con un escudo identificatorio del lugar.  Los mismos vasos de agua y la misma bandana. Sus expresiones eran de gente adormecida, cuando un frio me recorrió la espalda o quizás drogada, me dije.

Nos invitaron a participar en una charla en un gran salón con otras personas que aguardaban. Ya tenia mis antenas paradas y le comenté a la amiga que tenia al lado lo raro que todo aquello me parecía. Un gimnasio no es para que dicten charlas sino para entrenar el cuerpo. Esto no es un gimnasio me temo. Me pidió que guardara silencio que ya afuera lo comentaríamos. Pero cuando volteé a verla un poco sorprendida por su respuesta me terminé de aterrar. Tenía una expresión extraña estaba cambiada. Recordé que al entrar nos ofrecieron una bebida que yo rechacé pero que el resto aceptó y bebió. Estuve a punto de correr, pero no quise dejar a los otros allí solos, los sentía mi responsabilidad, yo los había invitado. Así que permanecí ya convencida que estábamos en una trampa. No sabía su naturaleza, pero la intuía.

Comenzó la charla, un tipo con una batola, pelo largo y barba, sarcillos, en la mano sostenía una especie de cetro con el mismo escudo que poseían las franelas. Hablaba con un tono extraño, pero no era venezolano. No pude ubicarlo. Al principio utilizó un tono muy suave, casi seductor y habló de las bondades del ejercicio, de la vida sana y la buena alimentación. Pero de allí se fue envalentonando hasta llegar a términos ofensivos. Nos acusó de pecadores, mundanos y predijo que estábamos condenados si seguíamos por esos caminos de perdición. El escenario lo cambiaron y transformaron el sitio en una especie de santuario y nos invitaron a arrodillarnos y pedir perdón. El tipo comenzó a golpearse, a ofrecer su vida por nuestra salvación. No podía creer lo que veía, nadie reaccionaba. Yo salí corriendo en un gesto casi automático de salvación.

Quise huir, salir a la calle a denunciarlos, pero me perdí en aquel laberinto. Abría y abría puertas, recorría pasillos y me veía como dando vueltas en círculos, no iba a ninguna parte. Caí desmayada.

Desperté en mi realidad, con el mismo miedo y la fuerte sensación de estar secuestrada por criminales.

 

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