Estas celebraciones religiosas son especiales para mi por los recuerdos, por haber tenido unos padres religiosos y no fanáticos, ni mojigatos. Porque no tenía que ir al colegio ni tenía que estudiar. Porque se rompían las rutinas y me vestía como que era domingo cada mañana. Me encantaba escoger ropa distinta y me encantaba los rituales en latín y las iglesias que siempre visitábamos solo las Semanas Santas. Las más solemnes, las más elegantes, La Iglesia de la Candelaria, San Pedro, Santa Capilla y la Catedral. Había otras que no recuerdo porque teníamos que ir a siete de ellos. Es una tradición establecida desde la época de la colonia.
Ese día se visten los altares de manera especial con flores y luces en homenaje a Jesús Cristo que ese día muere, pero volverá muy pronto, cuando resucite. Hay conciertos de órganos todas las tardes. No dejan de ser interesantes estos rituales y creencias necesarios para mantener la fe de los católicos. La música, el olor a incienso y flores, las beatas de luto susurrando sus oraciones, los velos negros, y esa luz tan especial de los vitrales lo invitaban a uno a un recogimiento especial. Me gustaban esos rituales que hoy se han vulgarizado y ya no me dicen nada.
Despues de visitar los siete templos nos íbamos a la casa de unas tías muy queridas y muy cercanas que siempre tenían cosas ricas para comer. Una casa grande con un patio trasero donde podíamos correr y hacer exploraciones. Iban, por lo general, otros primos, así que se expandían los inventos y juegos de niños. Al final nunca nos queríamos ir y muchas veces permitían que nos quedáramos después de la insistencia de las tías. Eso eran las Semanas Santas unas vacaciones alegres porque alegres eran mis padres, mis hermanos y mi casa. Eso era para mí lo que tenía sentido y me hacían sentirme perteneciente a una familia y a una cultura. Perdió significado hoy día, pero me queda el recuerdo grato que abraza.
El tiempo lo vamos revistiendo de diferentes significados y de ritos que nos sumergen en emociones variadas. La Navidad, Carnavales, Semana Santa. Los periodos de asueto, de vacaciones, de rupturas de las monotonías, de cambios tan necesarios para el entusiasmo y para el contacto con nuestra única y propia vitalidad. No podemos vivir en una monotonía mortecina sin ir perdiendo los revestimientos simbólicos, el entusiasmo y terminar reducidos a objetos sin anclajes y lazos sociales. Invade una angustia desbordada que nos da la señal del peligro de ya no poder dialogar ni con nuestros muertos. Perdemos lo esencial para poder ser reconocidos como “humanos”, la pertenencia a un discurso compartido donde nos reconocemos y reconocemos a los otros. “El aquí no pasa nada y todo sigue igual” es el grito desesperado de haber perdido nuestras tradiciones, nuestros símbolos y nuestros ritos. La sensación de transcurrir como “almas en pena” arrastrando dolor y desarraigo. No sentimos nuestros rituales con los cuales nos revestimos, nuestros adornos particulares, los perdimos o los mantenemos pospuestos; solo invaden como intrusos los discursos ajenos, extraños y sinsentido.
El mundo reclama nuevos lazos sociales, salir de la soledad, de los encierros propios. No solo requerimos volver a nuestros ritos con los que nos reconocemos y cohesionamos sino, también, recuperar la confianza en los otros y proporcionarnos seguridad asumiendo nuestros propios riesgos. Un proyecto común que requiere la recuperación de nuestro espacio. Identificaciones sólidas para no volver a dejar que nos arrebaten lo nuestro; para no seguir, como adolescentes desorientados, persiguiendo falsas creencias.
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